Reflexión

La esquina de la esperanza

Fui gerente de banco y terminé vendiendo empanadas en una esquina. Mi tarjeta decía “Subgerente regional”. Usaba traje todos los días, daba charlas, firmaba papeles importantes. Tenía casa, carro, seguro, y una agenda tan llena que apenas veía a mi familia. Me sentía invencible. Hasta que un error interno, que ni siquiera fue mío, me costó el puesto. Y con el puesto, todo lo demás.

No supe cómo explicarlo. Pasé de tener reuniones con ejecutivos a hacer fila en una oficina de empleo con un sobre bajo el brazo. Nadie contrataba a alguien de 50 años con “experiencia pasada”. Viví de los ahorros, hasta que los ahorros se fueron. Vendí el carro. Me mudé a una habitación pequeña. La cuenta del banco donde trabajé toda la vida… quedó en cero.

Una tarde, mi hija me vio llorando. Tenía 11 años. Me preguntó si podía ayudar. Le dije que no, pero igual lo hizo. Cocinó empanadas con su mamá y me trajo una caja de cartón. Me dijo:
– Papá, si nadie te contrata, nosotros te contratamos.

Al día siguiente me paré en la esquina con una mesita. Me temblaban las manos. No por vergüenza, sino por miedo a que no vendiera nada. Pero vendí. Y volví. Y seguí.

Hoy tengo un carrito ambulante. Lo llamamos La Esquina de la Esperanza. No es un banco, pero tiene algo que nunca encontré en ese mundo: gratitud y tiempo con los míos.

Cuando alguien me reconoce y me pregunta si me caí muy duro, les digo la verdad:
– Sí, pero también aprendí que a veces, perder el poder es la única forma de recuperar el corazón.

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